Monday, March 31, 2008

Frutas tropicalísimas: Sara y Cornelio.

Su cuarto apesta a humedad, él está en el baño tratando de recortar cuidadosamente los anuncios de damas que ofrecen o buscan compañía. En el cenicero, un montoncito de colillas forman un monstruo con brazos tan cortos que apenas puede saludarnos. Sí, fuera del cuarto de baño no hay más que un colchón sucio y orinado, ropa sucia, más recortes, jugos en lata y estampas religiosas.
Hoy, Cornelio tiene una cita, su primera cita en veinticinco años. La pajita roja, el perfume barato, pasos de Cha-cha-chá y un cupón del diez por ciento de descuento en el consumo. La recogerá en su casa a las siete en punto. Después de recortar bocas, piernas y palabras, toma una ducha de agua fría. Son las cuatro. Se para frente al espejo opaco que refleja su cara triste y mojada. Los ojos aún le brillan al igual que su cabello. Crema para el cabello: evita la caída, sedosidad y volumen, Cornelio siempre la quiso con olor a frutas tropicalísimas. Y ahí está, en la repisa de madera, debajo del espejo y arriba del lavabo. Apachurra, lava sus dientes y siguen igual de amarillos. Se sonríe y nos sonríe para luego imaginar que le sonríe a ella.
A varios os kilómetros, Sara siente ganas de orinar. Baja sus pantaletas hasta el tobillo y lee artículos sobre la fiebre amarilla Ordenados cronológicamente, por supuesto, revisa uno por uno, recuerda los síntomas y las cifras de mortalidad. También sabe que tiene una cita, ha buscado en periódicos y líneas telefónicas, Hombre soltero que guste disfrazarse. Golden Shower y trucos de magia Nunca son solteros y terminan huyendo. Los sábados apestan, pronuncia Sara. La fiebre amarilla, susurra la mente de Sara. El chorro de agua. Los mosquitos son diurnos, el agua empieza a calentarse, creo que tengo algunos síntomas, piensa. El chorro cesa y ella se envuelve en su toalla con estampados de pingüinos serios y caracoles sonrientes.
Un pitido enfrente de su casa, es él, en un Datsun azul. Ella sale por la ventana, le hace señas de que espere un momento, él dice que sí, sí, claro. Y luego piensa que tal vez no debió pitar, mejor hubiera tocado la puerta o lanzado una rosa, algo más romántico. Dentro del Datsun los dados rosas cuelgan inútilmente del espejo retrovisor. A ella, por un momento le enfureció el pitido y duda si salir o no. Un mosquito puede atravesar mi piel, náuseas y cefalea, recuerda los síntomas. Toma el repelente para mosquitos. Hola, dice Sara al entrar al Datsun, Cornelio tiembla. Se arrepiente. Enciende el auto y avanzan.

Otra copa de vino por favor, que muero por llevarme a esta mujer a la cama. Otro plato de camarones que deseo vomitar. Otro vaso de agua. Más azúcar, más murmullos. Los órganos trabajan lentamente en la digestión, hay que amenizar la cita, evitar complicaciones en el intestino, murmura el cuerpo de Cornelio. Los genitales hablan sutilmente, se desean. ¿Qué haces? Pregunta Cornelio. Traduzco y doy clases ¿Tú...? Yo Soy cliente de la lujuria. No el mejor, ni el más buscado. Sólo un cliente frecuente. La piel de Sandra se humectaba. Sonreía por largos ratos mientras Cornelio sólo decía mentiras, de aquellas mentiras efervescentes y eficaces. Un alivio cuando no tienes nada qué decir. Ella pagó la cuenta, un ticket blanco con letras azules. Así habían acordado con tal de que fueran al lugar favorito de Sandra. Minutos antes de partir, aún deseaba la Goleden shower, pero estaba mareada y cansada. No era un síntoma de la fiebre amarilla. Cornelio metió las llaves y avanzó por la calzada. Mientras Cornelio manejaba, deseando que todo esto acabara ya, Sara encendió un cigarro y fijaba la mirada en los faroles radioactivos—posible efecto de los camarones o la fiebre amarilla— Cerró los ojos, y se imagino cargando un taladro de poderosa potencia. El letrero SALIDA es sustituido por uno chorreante y fluorescente que dice TREPANACION. Urgencias, las veinticuatro horas no pienso en ti como lo hacía tu madre. La cuenta por favor que a estas horas estoy propensa a que me pique un mosquito, un mosquito portador. Cefalea y vómito negro. Recuerda los síntomas.
Abrió los ojos y comenzó a hablar
Los tacones ya no sirven, clap clap Cornelio, soy muy enfermiza, lo sé es por la fiebre amarilla, sí. Pero no me importa. Antes de morir quiero que seas mi conejito, quiero acostarte, ponerte un poco de anestesia, no te dolerá, he tomado cursos de enfermería. El hormigueo se siente en esta parte, luego pasa ligeramente por acá y terminas soñando con las mejores playas y cócteles. Quiero agujerarte y jugar con tus lóbulos y disfrazarlos con lentes y bigotes. ¿Por qué dejaste que te cortarán tu cordón umbilical? Madre e hijos deben estar unidos como el auricular al cable telefónico. Cornelio, marcamos un número y adivinamos quién está ahí. Esa voz fría y cortante, aquellos gritos de los niños. Los biberones rotos. Los platos flotando sobre el lavabo. La orina cayendo desde unos veinte centímetros. Todo hirviendo. ¿Me entiendes Cornelio? Habla y habla por teléfono. Apuesto que tienes un teléfono de disco ¿sí? Con ese ruidito extraño ¿no? No me tengas miedo, que ya había acabado con esta cita desde que fuiste por mí. ¿Qué importa? Yo quería emborracharme y mírame ahora. Anda, que salga un poco de música de aquel radio oxidado. ¿Cornelio? ¿Qué te pasa Cornelio? ¿No te gustan los taladros? No olvides marcarme que cuando me de la fiebre amarilla quiero alguien con quién charlar. Si algún día tienes tiempo, busca trepanaciones en el directorio telefónico y me encontrarás.
Cornelio solo escuchaba y asentía. La dejó en su casa a las diez. Él siguió su camino pensando en la pésima idea de buscar parejas en los anuncios de las revistas porno.
Ella abría un paquete de donitas glaseadas. Y escribía más anuncios. Y recortaba más artículos de la fiebre amarilla. El tratamiento para la fiebre amarilla susurraba: Consulte a su médico

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